En las calles de México, el aullido lejano de un perro sin hogar no solo revela una crisis de sobrepoblación animal: también expone las grietas de una sociedad que ha domesticado sin asumir las consecuencias de esa domesticación. En este contexto, las campañas de esterilización no son simplemente jornadas médicas. Son actos de justicia preventiva, espacios de reflexión comunitaria y símbolos de una ética emergente en torno a la vida animal.
Desde una perspectiva filosófica, esterilizar es una paradoja: se priva a un ser vivo de su capacidad de reproducirse para otorgarle una mejor posibilidad de vivir con dignidad. Esto nos obliga a hacernos preguntas profundas: ¿qué derechos tienen los animales en una sociedad antropocéntrica? ¿Qué deberes tenemos nosotros, como especie que ha creado la domesticación y la dependencia, hacia ellos?

La esterilización no puede entenderse como una mutilación gratuita, sino como una decisión moral enmarcada en la compasión racional. Si no somos capaces de asegurarles a los animales nacidos un entorno donde puedan vivir libres de sufrimiento, ¿tenemos entonces la obligación ética de prevenir su nacimiento?

Cuando una cirugía transforma un entorno
Cada campaña de esterilización es un acto de resistencia contra la indiferencia. Reduce el número de nacimientos no deseados, sí, pero también reduce el número de animales que mueren atropellados, que sufren maltrato o que mueren lentamente de enfermedades curables. Desde la salud pública hasta la seguridad ciudadana, el impacto es amplio.
Además, estos eventos crean espacios de convivencia donde las personas aprenden, se solidarizan y reflexionan. Un vecino que lleva a su perra a esterilizar tal vez antes la veía como un simple guardián, pero hoy, al preocuparse por su salud y reproducción, la empieza a ver como un ser sintiente. Así, la campaña se convierte en una herramienta pedagógica y en una grieta hacia un cambio de paradigma.
Los mitos que nos estorban
En México, como en muchas culturas de América Latina, la resistencia a la esterilización está arraigada en narrativas culturales profundamente masculinizadas. Frases como “se va a deprimir”, “que tenga al menos una camada” o “le quitas su hombría” revelan cómo los humanos proyectamos nuestras propias inseguridades y prejuicios en los cuerpos de los animales.
El perro macho sin castrar, que pasea con su dueño como trofeo de virilidad, o la perra que “necesita ser madre” para estar completa, son construcciones culturales que niegan el sufrimiento real que implica la sobrepoblación. Estas creencias romantizadas perpetúan la negligencia.
Además, hay un arraigo religioso y espiritual que impide intervenir en el “orden natural” de las cosas. Pero ¿de qué naturaleza hablamos cuando hemos convertido a los perros en seres completamente dependientes de nosotros, encerrados en patios, atados o abandonados en las calles?
Romper con estos mitos no es fácil, pero es esencial. Implica reconocer que el amor no es permitir la reproducción, sino evitar el sufrimiento. Que esterilizar no es “quitarles algo”, sino ofrecerles una vida más larga, más segura y más tranquila.
La prevención como inversión ética
Desde un enfoque económico, la lógica es clara: esterilizar es más barato que remediar. Una sola perra sin esterilizar puede tener hasta dos camadas al año, con entre cinco y diez cachorros cada vez. En cinco años, sus descendientes podrían sumar miles. ¿Qué institución, refugio o municipio tiene la capacidad para absorber esa realidad?
Las campañas de esterilización, aunque parezcan costosas en el corto plazo, ahorran millones en servicios públicos, atención veterinaria de emergencia, control de zoonosis, limpieza urbana y administración de albergues. Además, previenen la formación de jaurías, los accidentes vehiculares y las mordeduras, que también representan costos sociales y legales.
Desde la economía doméstica, muchas familias no tienen los recursos para alimentar ni cuidar adecuadamente a una camada inesperada. Al final, los cachorros terminan regalados al azar o abandonados.

Y más allá de la prevención, las campañas movilizan voluntariados, veterinarios, jóvenes, líderes sociales. Se convierten en semilleros de conciencia y participación ciudadana, en un país donde el tejido social muchas veces está desgarrado.
¿A qué aspiramos como sociedad?
Esterilizar es también una declaración ética sobre el mundo que queremos construir. Una sociedad compasiva, informada y responsable. Porque cada animal abandonado refleja una promesa rota, una omisión humana.
La decisión de intervenir quirúrgicamente en un ser vivo con fines de bienestar colectivo debe estar guiada por una ética del cuidado. Se trata de evitar sufrimientos futuros, de asumir que la libertad sin condiciones no es siempre un bien si conduce al abandono o al dolor.
También es una cuestión de justicia inter-especie. Los humanos decidimos domesticarlos, hacerlos parte de nuestras casas, pero muchas veces no asumimos las consecuencias de esas decisiones. ¿Cómo sería un mundo en el que cada animal recibido fuera respetado como sujeto, no como objeto de uso?

Las campañas de esterilización, cuando se entienden más allá del bisturí, son actos de transformación social. Nos interpelan como individuos y como colectividad. Nos invitan a pensar el futuro que queremos para los animales y, en el fondo, para nosotros mismos.
En México, esterilizar no es solo un acto médico: es un acto de civilización. Es reconocer que el progreso no se mide solo en carreteras y tecnología, sino también en nuestra capacidad de cuidar a los más vulnerables, incluso cuando no pueden hablarnos.
Y quizá ahí esté el verdadero valor de estas campañas: en recordarnos que cuidar la vida, toda la vida, es el primer paso hacia una sociedad más empática, más justa y más libre.
Redacción: Alex Zapata